“La ignorancia de las Escrituras es la ignorancia de
Cristo” (San Jerónimo. Doctor Máximo de la Iglesia)
San
Jerónimo, a quien se debe La Vulgata, decía al clérigo Nepociano: “Lee a menudo
las divinas Escrituras, más aún, no se te caiga nunca de las manos la sagrada
lectura; aprende lo que debes enseñar…” Quizá lo hacía inspirado en su
conocimiento de que la sagrada escritura es carta otorgada por el Padre a los
hombres.
Los
oradores sagrados agradecen su fama a la familiaridad y piadosa meditación de
la Biblia, porque es rica en doctrina y “eterno
manantial de salvación”.
Muchos
siglos pasaron, de estar la Biblia, si se quiere, fuera del alcance de las
mayorías católicas cristianas.
Es
con el Concilio Vaticano II, de cuya apertura se están celebrando cincuenta
años (Juan XXIII lo convocó el 11 de octubre de 1962), que la Biblia se puso en
un puesto privilegiado y al alcance de todos, por obra de la Constitución Dei
Verbum, uno de los textos o documentos emanados del Concilio.
Indudablemente,
que, la Iglesia, como institución, en su misión, nunca estuvo ni estará alejada
de la Biblia. Su baluarte se apoya en los testimonios de los libros santos.
Tampoco lo han estado hombres como Jerónimo, Clemente de Roma, Ignacio de
Antioquía, Justino e Ireneo, en la antigüedad, ni otros, como los de épocas más
recientes, como san Bernardo, cuyos sermones tenían un indudable sabor bíblico.
Los
estudios de la Biblia no alejan de la fe, al contrario, la fortalecen. Nuestro
Santo Papa, Benedicto XVI, afirmó, recientemente, que hay que lograr una
educación renovada de la fe, y en nuestro criterio, ese cometido se logra
haciendo esos estudios.
Esos
estudios han de ir acompañados de una “hermenéutica correcta”, entiéndase bien,
por una correcta interpretación, acordes con la Tradición y Magisterio de la
Iglesia para ir al fondo de los textos sagrados y precisar el sentido original
de los mismos, porque la Biblia no puede ser leída a la ligera ni mucho menos
hacerle decir lo que no dice. Hay que seguir la práctica diaria de la Iglesia y
su método de interpretación.
No
olvidemos que Jesús tenía por costumbre apelar a la Sagrada Escritura porque “…
es útil para enseñar, para corregir, para instruir en la justicia, a fin de que
el hombre de Dios sea perfecto y pronto a la buena obra” (Tim 3, 16 y s.)
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Rafael Inciarte Bracho
Escritos en el Tiempo