miércoles, 19 de marzo de 2014

La sabiduría en tiempos de cólera

“La sabiduría comienza por honrar al Señor; los necios desprecian la sabiduría y la instrucción” (Pro 1, 7)
Podría decir en tiempo de Cuaresma porque estamos en ese período litúrgico necesario para salir al encuentro de la sabiduría y vencer la cólera, la ira y la violencia que nos agobia en el presente venezolano ¿Sólo en el venezolano?
Si de algo pernicioso debemos luchar por librarnos es del fariseísmo y de la hipocresía. Del fariseísmo, para no imponer a otros, fardos pesados que no seamos capaces de soportar, de aceptar y resistir. De la hipocresía, que consiste en decir una cosa y hacer otra.
Que grave resulta no ser humildes, sencillos y no ser capaces de servir. Servir es un honor y no una humillación. Por eso Cristo dijo: Vine a servir y a no ser servido.
Podríamos sostener, sin temor de falsear la verdad, que estamos cansados de sermones, de discursos, de predicaciones, vacíos e inútiles. De aquellos que pontifican y hacen todo lo contrario a lo que ofician. Se necesita, para salir del cansancio, que seamos coherentes entre lo que decimos y hacemos. Y en ese sentido, debo decir que se requiere de testimonios de vida y no sermones. De testimonio de coherencia de vida. De sentir la complacencia espiritual de hablar poco y hacer, aunque lo que se haga sea un servicio sencillo, pequeño, bien hecho, que siempre habrá un ser que lo agradezca.
Leer en el Antiguo Testamento el libro sapiencial Proverbios, es estar constantemente recibiendo de un caballero la invitación a ser sabios, a encontrarnos con la sabiduría que viene de El. Ese caballero es Dios, que invita, pero que no impone nada.
Para adquirir sabiduría hay que tener paciencia, ser perseverantes en el esfuerzo, fatigarse y estar consciente de que es un proceso que puede ser largo. Es penetrar en nuestra interioridad, en lo más profundo de nuestro ser, en el corazón, que es donde podemos percibir la imagen de Dios, y que es donde habita Cristo. Es ser como un minero o como un campesino o como el que encuentra el Reino de Dios.
Son tres figuras. La del minero que va al fondo de la tierra. Recuerdo a los mineros chilenos atrapados a 700 metros de profundidad, donde estaban buscando quizá oro, o plata, o cobre, o estaño…
Pues bien, seamos como el minero acudiendo a la profundidad infinita de nuestro ser en la búsqueda del Reino de Dios, de ese tesoro que, al encontrarlo experimentamos gran alegría, pero que después lo escondemos. Para seguir luchando en su búsqueda.
Al cultivar la sabiduría seamos como el campesino, tengamos la paciencia y la perseverancia para cosechar hermosos y ricos frutos. Es la sabiduría de Dios.
La oración es el taladro que nos permite llegar a nuestra interioridad. A nuestro corazón. A la intimidad, en conversación, en silencio, con el Señor. Allí vamos a encontrar una vida auténtica, libre de hipocresía. Allí nos vamos a sentir y a ser verdaderamente libres.
Dios al darnos la sabiduría nos protege de las malas influencias. Esto ha sido afirmado por biblistas famosos. Ya no seremos paja llevada por cualquier viento; ya no seremos ingenuos, ni ciegos, ni masa, sometidos dócilmente a las presiones de los medios de comunicación social o a los atractivos de la sociedad de consumo. Seremos capaces a no atender a la llamada de drogas, alcohol, ni de compañeros poco escrupulosos ni a malas compañías. Diría aquí, como decía mi abuela paterna, vale más andar sólo que mal acompañado, o el buey sólo bien se lame y sólo va a su comedero.
Alcanzar la sabiduría implica esfuerzo. Entiéndase, disciplina. Que debería ejecutarse desde la juventud; pero, también, en la ancianidad se adquiere.
La sabiduría nos hace libres de cegueras y tinieblas. Nos permite tener discernimiento para saber lo que es recto, justo, verdadero y adecuado. 
Ese discernimiento nos libra del mal camino. Es saber caminar con Dios.  Es seguir su voluntad y dejarnos conducir por su Palabra que es siempre viva, eficaz y poderosa.
La sabiduría es un don de Dios del que el fiel debe apropiarse mediante la escucha de la Palabra y la puesta en práctica de los preceptos del Señor.

martes, 11 de marzo de 2014

Por una cultura sana

“Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9, 30-37)
He pensado, de manera reiterada, que la única y verdadera seguridad es la fe en Dios y la confianza plena en Él.
Dios, en la persona de Cristo, nos acompaña siempre; nos hace sentir su amor infinito, su fuerza, su fortaleza y salvación.
Para qué pensar en la tranquilidad en el plano terrenal, humano, cuando deberíamos saber que no existe, y que no la podemos hacer depender de un sistema económico, que para dar felicidad tendría que ser justo desde su raíz. Y ya sabemos que sólo se habla de crecimiento económico y el hombre poco o nada cuenta. Para decir algo, que no es noticia de primera página. En Venezuela hay un 10 por ciento de su población sin techo, en pobreza extrema, en abandono, en soledad: tres millones o más seres en esa dantesca situación ¿Cuántos habrán en el planeta?
Dice Francisco, en su Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, que “hay culturas económicamente desarrolladas, pero éticamente debilitadas”. Nunca van a permitir que otras sean sanas, apegadas a Dios. Sólo les preocupa lo superficial, lo rápido, lo exterior. Poco cuenta la vida religiosa, espiritual, los bienes provenientes de Dios. Poco toman en consideración el bienestar integral del ser humano. Sólo cuentan los valores de la bolsa.
Esas culturas enfermas, de un modelo agotado, que tiene en vilo a la humanidad, han exportado sus “valores” y luchan por imponerlos hasta por la fuerza. Muchos pueblos están en peligro de perder la identidad y sus auténticos valores, entre ellos, su religiosidad.
Son culturas en peligro, que necesitan enriquecer una educación para ser críticos y no adocenados. Una educación que ofrezca un camino de maduración en valores. Que les fortalezca en su salud y rechacen una sociedad de la información de la superficialidad, en palabras de Francisco.
Se requiere una defensa poderosa de la familia y del matrimonio, afincados en un sentimiento amoroso no efímero sino “en una unión de vida total”, en búsqueda permanente de Dios y de su amor.
Pensar en dar la vida por amor a los demás. Los mártires cristianos de ayer y de hoy dan el ejemplo siguiendo a Jesucristo. No aferrándose a seguridades económicas o a espacios de poder y gloria humana, que serán siempre un soplo en la historia del hombre, o que, como dice la Sagrada Escritura, es “… una nubecilla que se ve un rato y luego se desvanece” (Stgo 4, 13 – 17).

De esas culturas enfermas debemos huir. De su inmediatismo, que impide tener un espacio reservado al silencio para la oración que hace fuerte al hombre y a la mujer. Rechazar todo lo que pueda desgastar la fe en Cristo. Rechazar que nos dejemos arrebatar la alegría evangelizadora que proviene de la Palabra de Dios, que es y será por toda la eternidad Buena Noticia.