jueves, 29 de mayo de 2014

Preocupación sincera por los pobres

“¡Ruego al Señor que nos regale más políticos a quienes les duela de verdad la sociedad, el pueblo, la vida de los pobres!” (Francisco)
La política, tan denigrada, es una de las formas más preciosas de la caridad, porque busca el bien común. Lo afirmaba, Pío XI, en su Mensaje del 18 de diciembre de 1927.
El laico católico, de vida social, ha de tener presente que debe llevar el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo a todos. El Reino de Dios ha de llegar a todo el planeta. Y es que el Mensaje, en su contenido, tiene repercusiones comunitarias y sociales.
Todos los hombres y mujeres tienen dignidad, que Dios les confirió. El católico, pastor o laico, ha de tener para con ellos, amor, fraternidad, respeto y solidaridad, que es tenerla consigo mismo, por aquello de “ama a tu prójimo como  a ti mismo”. La misericordia no le es ajena, porque la Palabra de Dios, que es eterna, como lo es su infinito amor (Dios es Amor)  ordena no hacer a otros lo que no queremos que nos hagan. De reflexión el texto bíblico (Mt 25, 40; 7, 2; Lc 6, 36-38).
Lo peor que le puede pasar a una persona es ser indiferente al dolor de su semejante. Se le devolverá la acción.
Si reina Dios, habrá  justicia, paz, caridad y fraternidad.
La tarea del católico es, al momento de evangelizar, la promoción integral del ser humano. Yo rechazo que se pretenda reducir la religión al ámbito privado. No señor.
Nuestro santo Papa Francisco, en Exhortación Apostólica Evangelli Gaudium, sobre el Anuncio del Evangelio en el mundo actual, se pregunta ¿Quién pretendería encerrar en un templo y acallar el mensaje de san Francisco de Asís y de la beata Teresa de Calcuta? Ellos no podrían aceptarlo.
En ese extraordinario documento citado, Francisco, se detiene en dos grandes cuestiones. Una, la inclusión social de los pobres; y la otra, el diálogo social.
Los pobres ocupan un lugar privilegiado en el Reino de Dios. Como católicos es nuestra opción preferencial. No podemos aceptar que se les engañe con políticas asistencialistas y populistas, que jamás irán radicalmente a la causa que genera la pobreza que, en muchos países, crece, alarmantemente, conjuntamente con el crecimiento de privilegios o privilegiados de nuevo cuño o de vieja data, que mueven a la indignación.
Francisco no se va por las ramas  e indica  ¿O denuncia? A la “autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera” como causas estructurales de la pobreza, de los descartados, en los que incluye a los ancianos. Lo afirmó también, nuestro Papa Emérito, Benedicto XVI, al hablar de las “disfunciones de la economía mundial”, en discurso al Cuerpo Diplomático del 8 de enero de 2007. A este sistema le importa poco “la dignidad de cada persona humana y el bien común” y el que hayan políticas económicas que atiendan estos valores, amén otros, como la ética, la solidaridad mundial, la distribución de los ingresos, la preservación y creación de fuentes de trabajo, y la fragilidad de los débiles. Les molesta y mucho.
La paz social la menciona la Palabra de Dios (Ga 5, 22). No es garantizarles la vida tranquila a los ricos y que los demás sobrevivan como puedan. No es aceptar injustas y cada día más denigrantes diferencias. Participar en política es una obligación moral para el católico. No puede desentenderse de realidades de injusticia y de falta de caridad. El conflicto ha de ser asumido y buscarle soluciones en aras de la convivencia social. Buscar soluciones justas a realidades caracterizadas por una estructura de pecado local y global.
El diálogo ha de ser sincero. Aceptando la realidad y que como social que es contribuya a la paz.
Seamos, con palabras de Francisco, “artesanos de la paz”, porque no existen industrias de paz. Esta se construye en el día a día acorde con la verdad, la justicia y la caridad.

miércoles, 19 de marzo de 2014

La sabiduría en tiempos de cólera

“La sabiduría comienza por honrar al Señor; los necios desprecian la sabiduría y la instrucción” (Pro 1, 7)
Podría decir en tiempo de Cuaresma porque estamos en ese período litúrgico necesario para salir al encuentro de la sabiduría y vencer la cólera, la ira y la violencia que nos agobia en el presente venezolano ¿Sólo en el venezolano?
Si de algo pernicioso debemos luchar por librarnos es del fariseísmo y de la hipocresía. Del fariseísmo, para no imponer a otros, fardos pesados que no seamos capaces de soportar, de aceptar y resistir. De la hipocresía, que consiste en decir una cosa y hacer otra.
Que grave resulta no ser humildes, sencillos y no ser capaces de servir. Servir es un honor y no una humillación. Por eso Cristo dijo: Vine a servir y a no ser servido.
Podríamos sostener, sin temor de falsear la verdad, que estamos cansados de sermones, de discursos, de predicaciones, vacíos e inútiles. De aquellos que pontifican y hacen todo lo contrario a lo que ofician. Se necesita, para salir del cansancio, que seamos coherentes entre lo que decimos y hacemos. Y en ese sentido, debo decir que se requiere de testimonios de vida y no sermones. De testimonio de coherencia de vida. De sentir la complacencia espiritual de hablar poco y hacer, aunque lo que se haga sea un servicio sencillo, pequeño, bien hecho, que siempre habrá un ser que lo agradezca.
Leer en el Antiguo Testamento el libro sapiencial Proverbios, es estar constantemente recibiendo de un caballero la invitación a ser sabios, a encontrarnos con la sabiduría que viene de El. Ese caballero es Dios, que invita, pero que no impone nada.
Para adquirir sabiduría hay que tener paciencia, ser perseverantes en el esfuerzo, fatigarse y estar consciente de que es un proceso que puede ser largo. Es penetrar en nuestra interioridad, en lo más profundo de nuestro ser, en el corazón, que es donde podemos percibir la imagen de Dios, y que es donde habita Cristo. Es ser como un minero o como un campesino o como el que encuentra el Reino de Dios.
Son tres figuras. La del minero que va al fondo de la tierra. Recuerdo a los mineros chilenos atrapados a 700 metros de profundidad, donde estaban buscando quizá oro, o plata, o cobre, o estaño…
Pues bien, seamos como el minero acudiendo a la profundidad infinita de nuestro ser en la búsqueda del Reino de Dios, de ese tesoro que, al encontrarlo experimentamos gran alegría, pero que después lo escondemos. Para seguir luchando en su búsqueda.
Al cultivar la sabiduría seamos como el campesino, tengamos la paciencia y la perseverancia para cosechar hermosos y ricos frutos. Es la sabiduría de Dios.
La oración es el taladro que nos permite llegar a nuestra interioridad. A nuestro corazón. A la intimidad, en conversación, en silencio, con el Señor. Allí vamos a encontrar una vida auténtica, libre de hipocresía. Allí nos vamos a sentir y a ser verdaderamente libres.
Dios al darnos la sabiduría nos protege de las malas influencias. Esto ha sido afirmado por biblistas famosos. Ya no seremos paja llevada por cualquier viento; ya no seremos ingenuos, ni ciegos, ni masa, sometidos dócilmente a las presiones de los medios de comunicación social o a los atractivos de la sociedad de consumo. Seremos capaces a no atender a la llamada de drogas, alcohol, ni de compañeros poco escrupulosos ni a malas compañías. Diría aquí, como decía mi abuela paterna, vale más andar sólo que mal acompañado, o el buey sólo bien se lame y sólo va a su comedero.
Alcanzar la sabiduría implica esfuerzo. Entiéndase, disciplina. Que debería ejecutarse desde la juventud; pero, también, en la ancianidad se adquiere.
La sabiduría nos hace libres de cegueras y tinieblas. Nos permite tener discernimiento para saber lo que es recto, justo, verdadero y adecuado. 
Ese discernimiento nos libra del mal camino. Es saber caminar con Dios.  Es seguir su voluntad y dejarnos conducir por su Palabra que es siempre viva, eficaz y poderosa.
La sabiduría es un don de Dios del que el fiel debe apropiarse mediante la escucha de la Palabra y la puesta en práctica de los preceptos del Señor.

martes, 11 de marzo de 2014

Por una cultura sana

“Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9, 30-37)
He pensado, de manera reiterada, que la única y verdadera seguridad es la fe en Dios y la confianza plena en Él.
Dios, en la persona de Cristo, nos acompaña siempre; nos hace sentir su amor infinito, su fuerza, su fortaleza y salvación.
Para qué pensar en la tranquilidad en el plano terrenal, humano, cuando deberíamos saber que no existe, y que no la podemos hacer depender de un sistema económico, que para dar felicidad tendría que ser justo desde su raíz. Y ya sabemos que sólo se habla de crecimiento económico y el hombre poco o nada cuenta. Para decir algo, que no es noticia de primera página. En Venezuela hay un 10 por ciento de su población sin techo, en pobreza extrema, en abandono, en soledad: tres millones o más seres en esa dantesca situación ¿Cuántos habrán en el planeta?
Dice Francisco, en su Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, que “hay culturas económicamente desarrolladas, pero éticamente debilitadas”. Nunca van a permitir que otras sean sanas, apegadas a Dios. Sólo les preocupa lo superficial, lo rápido, lo exterior. Poco cuenta la vida religiosa, espiritual, los bienes provenientes de Dios. Poco toman en consideración el bienestar integral del ser humano. Sólo cuentan los valores de la bolsa.
Esas culturas enfermas, de un modelo agotado, que tiene en vilo a la humanidad, han exportado sus “valores” y luchan por imponerlos hasta por la fuerza. Muchos pueblos están en peligro de perder la identidad y sus auténticos valores, entre ellos, su religiosidad.
Son culturas en peligro, que necesitan enriquecer una educación para ser críticos y no adocenados. Una educación que ofrezca un camino de maduración en valores. Que les fortalezca en su salud y rechacen una sociedad de la información de la superficialidad, en palabras de Francisco.
Se requiere una defensa poderosa de la familia y del matrimonio, afincados en un sentimiento amoroso no efímero sino “en una unión de vida total”, en búsqueda permanente de Dios y de su amor.
Pensar en dar la vida por amor a los demás. Los mártires cristianos de ayer y de hoy dan el ejemplo siguiendo a Jesucristo. No aferrándose a seguridades económicas o a espacios de poder y gloria humana, que serán siempre un soplo en la historia del hombre, o que, como dice la Sagrada Escritura, es “… una nubecilla que se ve un rato y luego se desvanece” (Stgo 4, 13 – 17).

De esas culturas enfermas debemos huir. De su inmediatismo, que impide tener un espacio reservado al silencio para la oración que hace fuerte al hombre y a la mujer. Rechazar todo lo que pueda desgastar la fe en Cristo. Rechazar que nos dejemos arrebatar la alegría evangelizadora que proviene de la Palabra de Dios, que es y será por toda la eternidad Buena Noticia.