
- Perdone, pero usted se llama José.
- No. Por qué?
Me dió pena decirle que pensé que era mi abuelo. Para ese momento, yo contaba con unos quince años de edad, y no podía precisar quién era mi abuelo materno.
En otra ocasión, en un cine, volví a fallar.
Me decidí ir donde mi abuelo en un acto de rebeldía juvenil, pasando por encima de la voluntad de mi padre. Ello me permitió conocer a mis abuelos maternos.
La impresión más maravillosa me la produjo mi abuelo. Tenía similares características fisonómicas que las causantes de mis fallidos intentos por conocerle.
El era simpático. Inteligente con una inteligencia fuera de serie. De buen humor. Generoso hasta no cansarse nunca. Sentí la tristeza de no poder disfrutar al abuelo.
Hombre honesto. Ingeniero sin título, trabajó más de cuarenta años en la Shell, sin faltar ni un día.
Tan buena gente era que, en una ocasión, los jefes holandeses le encargaron, como supervisor que era de personal, que escribiera en un cuaderno los trabajadores que no fueran buenos en sus trabajos.
A los días le pidieron cuentas. El cuaderno estaba limpio, sin ningún nombre.
- Qué pasó señor José?
- Nada. Todos son buenos.
Y no despidieron a nadie por su culpa.
Era un libro abierto.
La Shell lo premió. Lo jubiló. Le dieron un viaje a Europa.
Era alegre. Tocaba cuatro. Le gustaba la música.
A qué viene este recuerdo?
A que el jueves 18 de agosto, estando en Maracaibo, en la celebración del cumpleaños de una de mis yernas, mi hijo mayor le dijo, al hijo menor suyo:
¨Acércate al abuelo. Disfruta al abuelo¨.