
Podría decir en tiempo de Cuaresma porque estamos en ese
período litúrgico necesario para salir al encuentro de la sabiduría y vencer la
cólera, la ira y la violencia que nos agobia en el presente venezolano ¿Sólo en
el venezolano?
Si de algo pernicioso debemos luchar por librarnos es del
fariseísmo y de la hipocresía. Del fariseísmo, para no imponer a otros, fardos
pesados que no seamos capaces de soportar, de aceptar y resistir. De la
hipocresía, que consiste en decir una cosa y hacer otra.
Que grave resulta no ser humildes, sencillos y no ser capaces
de servir. Servir es un honor y no una humillación. Por eso Cristo dijo: Vine a
servir y a no ser servido.
Podríamos sostener, sin temor de falsear la verdad, que
estamos cansados de sermones, de discursos, de predicaciones, vacíos e
inútiles. De aquellos que pontifican y hacen todo lo contrario a lo que
ofician. Se necesita, para salir del cansancio, que seamos coherentes entre lo
que decimos y hacemos. Y en ese sentido, debo decir que se requiere de testimonios
de vida y no sermones. De testimonio de coherencia de vida. De sentir la
complacencia espiritual de hablar poco y hacer, aunque lo que se haga sea un
servicio sencillo, pequeño, bien hecho, que siempre habrá un ser que lo
agradezca.
Leer en el Antiguo Testamento el libro sapiencial Proverbios,
es estar constantemente recibiendo de un caballero la invitación a ser sabios,
a encontrarnos con la sabiduría que viene de El. Ese caballero es Dios, que
invita, pero que no impone nada.
Para adquirir sabiduría hay que tener paciencia, ser
perseverantes en el esfuerzo, fatigarse y estar consciente de que es un proceso
que puede ser largo. Es penetrar en nuestra interioridad, en lo más profundo de
nuestro ser, en el corazón, que es donde podemos percibir la imagen de Dios, y
que es donde habita Cristo. Es ser como un minero o como un campesino o como el
que encuentra el Reino de Dios.
Son tres figuras. La del minero que va al fondo de la tierra.
Recuerdo a los mineros chilenos atrapados a 700 metros de profundidad, donde
estaban buscando quizá oro, o plata, o cobre, o estaño…
Pues bien, seamos como el minero acudiendo a la profundidad
infinita de nuestro ser en la búsqueda del Reino de Dios, de ese tesoro que, al
encontrarlo experimentamos gran alegría, pero que después lo escondemos. Para
seguir luchando en su búsqueda.
Al cultivar la sabiduría seamos como el campesino, tengamos
la paciencia y la perseverancia para cosechar hermosos y ricos frutos. Es la
sabiduría de Dios.
La oración es el taladro que nos permite llegar a nuestra
interioridad. A nuestro corazón. A la intimidad, en conversación, en silencio,
con el Señor. Allí vamos a encontrar una vida auténtica, libre de hipocresía.
Allí nos vamos a sentir y a ser verdaderamente libres.
Dios al darnos la sabiduría nos protege de las malas
influencias. Esto ha sido afirmado por biblistas famosos. Ya no seremos paja
llevada por cualquier viento; ya no seremos ingenuos, ni ciegos, ni masa,
sometidos dócilmente a las presiones de los medios de comunicación social o a
los atractivos de la sociedad de consumo. Seremos capaces a no atender a la
llamada de drogas, alcohol, ni de compañeros poco escrupulosos ni a malas
compañías. Diría aquí, como decía mi abuela paterna, vale más andar sólo que
mal acompañado, o el buey sólo bien se lame y sólo va a su comedero.
Alcanzar la sabiduría implica esfuerzo. Entiéndase,
disciplina. Que debería ejecutarse desde la juventud; pero, también, en la
ancianidad se adquiere.
La sabiduría nos hace libres de cegueras y tinieblas. Nos
permite tener discernimiento para saber lo que es recto, justo, verdadero y
adecuado.
Ese discernimiento nos libra del mal camino. Es saber caminar
con Dios. Es seguir su voluntad y
dejarnos conducir por su Palabra que es siempre viva, eficaz y poderosa.
La sabiduría es un don de Dios del que el fiel
debe apropiarse mediante la escucha de la Palabra y la puesta en práctica de
los preceptos del Señor.