“Yo he venido
al mundo como luz, y así, el que cree en mí no quedará en tinieblas” (Jn 12, 46).
La fe brilla
en nuestros corazones cuando en estos aparece una “chispa, que se convierte en una
llama cada vez más ardiente” (Dante, en la Divina Comedia).
Es la fe en
Jesucristo, Dios encarnado en la tierra, que es luz que irradia en toda la
existencia del hombre. Jesús es el
verdadero sol “cuyos rasgos da la vida”, como lo afirma Clemente de Alejandría.
Creer es ver
la gloria de Dios, con “una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque
llega a nosotros desde Cristo resucitado, estrella de la mañana que no conoce ocaso”
(Lumen Fidei 1).
La fe es más
poderosa que la razón. No se opone a la “audacia del saber”. Ambas vienen de
Dios.
La fe nos da
seguridad y confianza, paz en el alma, felicidad y alegría.
Se equivoca
Nietzche cuando afirma que la fe “es como un espejismo que nos impide avanzar como hombres libres hacia
el futuro”. Se equivoca el autor del “super hombre”, ya que la fe no es
ilusoria. Es luz.
Se ha
comprobado que la luz de la razón autónoma no logra iluminar suficientemente el
futuro; al final éste queda en la oscuridad y deja al ser humano con miedo a lo
desconocido (LF , 2).
La fe nos ilumina
y nos evita la confusión; la confusión que origina el no saber distinguir el
bien del mal.
No en pocas
oportunidades, lo que hace la razón es “dar vueltas y vueltas, sin una
dirección fija”. En cambio, el carácter luminoso propio de la fe, lleva a la
persona humana a sentirse protegida, amparada por Dios. Nada más grandioso que
sentirse amado por Dios, con la auténtica y verdadera libertad que el
Todopoderoso le ha dado desde la Creación.
La fe es una
luz tan potente que, sin duda alguna, no “puede provenir de nosotros mismos”,
viene, definitivamente, de Dios.
“La fe nace
del encuentro con Dios vivo”. El, con su infinito amor, se revela al hombre y
lo hace sentir, al aceptarlo, seguro, libre, sin miedo, capaz de navegar en un
mar proceloso y no hundirse en él, en este mundo actual de tantas amenazas y dificultades,
de gravísimos problemas, de, incluso, un sin sentido de la vida, sin fe, de
tener a Dios apartado, de negación suya.
El verdadero
Padre del hombre es Cristo y nuestra madre la fe en él.
Tengamos presente, que ese Don de Dios, que es
la fe, tiene que ser alimentado y robustecido, para que siga iluminando el
camino de todos, de la Iglesia que somos todos los católicos. Asumamos una vida
de compromiso. Ella nos da el verdadero descanso, como lo afirma el santo papa
Francisco.
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Rafael Inciarte Bracho
Escritos en el Tiempo