El que ama ha nacido de Dios y ama a Dios (1 Jn 4, 7-16).
La caridad de Cristo hacia los emigrantes está expresada en el amor por todos, capaz de entregar, dar su vida, como la dio en pena infame de crucifixión, para salvarnos (2 Co 5, 14-15).
Moisés en el Antiguo Testamento dice: “!Maldito quien defraude de sus derechos al emigrante, al huérfano o a la viuda!” (Deuteronomio 27, 19).
Dios protege al emigrante. Él es el Padre de los que migran. Siempre lo ha sido. Con sólo leer el Exodo, en el Antiguo Testamento, podemos constatarlo, cuando, a través de Moisés, sacó del exilio, de la esclavitud, a Israel, el pueblo elegido.
En el ayer, arcano y cercano, hoy, la emigración pocas veces es elegida libremente. Nadie se va de su tierra porque quiere aún cuando hayan excepciones. Yo conozco de cerca varios casos. Podría afirmar que constituyen la excepción de la regla. La regla es que nadie emigra porque quiere. Yo tengo amigos, que, más que amigos, son mi familia, que, no obstante tener más de cuarenta años en el país, recuerdan con tristeza a su tierra. Los árboles cuando son trasplantados generalmente se secan sino encuentran condiciones propicias a su naturaleza.
El fenómeno de la migración nos toca muy de cerca y nos duele al infinito de nuestro ser. Estoy seguro que no estamos solos en el dolor. En la tristeza que produce la partida, no pocas veces sin retorno, de seres amados. Al escribir estas notas he llorado copiosamente. Mi corazón me ha jugado duro… bueno, son cosas del corazón donde a la razón le cuesta mandar. Que conste que internet no sustituye la riqueza del contacto personal.
El fenómeno de las migraciones del presente impresiona por sus grandes dimensiones. ¿Causas? ¿Un sistema económico agotado? ¿Políticas, raciales, religiosas, económicas, guerras, delincuencia e inseguridad, etc.?
Es un gravísimo asunto que inquieta a hombres, como mi admirado santo papa, Benedicto XVI, y, ayer, a su antecesor, Juan Pablo II. Invito, respetuosamente, a leer el capítulo 62 de la carta encíclica Caritas in veritate y el Mensaje de la Jornada Mundial de la Paz 2001, de dichos Pontífices.
Al emigrante hay que ayudarle, respetarle, como persona humana que es, no tratarle como mercancía ni violarle sus derechos laborales, porque “son muchas las civilizaciones que se han desarrollado y enriquecido por sus aportaciones” (Juan Pablo II).
Los pueblos quieren trabajo decente. Ayer lo afirmaba Juan Pablo II cuando, convocaba, a una coalición mundial a favor del trabajo decente (Jubileo de los Trabajadores 1 de mayo 2000); trabajo decente bien definido por Benedicto XVI y que, en síntesis, es el trabajo que en cualquier sociedad “sea expresión de la dignidad esencial de todo hombre o mujer”.
Al hombre y a la mujer no se le debe marginar ni bloquear en sus aspiraciones a ser libre, a tener trabajo decente, a ejercer sus profesiones y a desarrollar su libre iniciativa empresarial. Trae consecuencias, entre ellas, la emigración.
Hoy ante un fenómeno tan grave, ningún país solo puede afrontar debidamente su solución. Con urgencia se requiere de la cooperación internacional. Con políticas humanas, no con leyes injustas, y si con amor, como el que Dios siempre está dispuesto a darle a sus criaturas.
La caridad de Cristo hacia los emigrantes está expresada en el amor por todos, capaz de entregar, dar su vida, como la dio en pena infame de crucifixión, para salvarnos (2 Co 5, 14-15).
Moisés en el Antiguo Testamento dice: “!Maldito quien defraude de sus derechos al emigrante, al huérfano o a la viuda!” (Deuteronomio 27, 19).
Dios protege al emigrante. Él es el Padre de los que migran. Siempre lo ha sido. Con sólo leer el Exodo, en el Antiguo Testamento, podemos constatarlo, cuando, a través de Moisés, sacó del exilio, de la esclavitud, a Israel, el pueblo elegido.
En el ayer, arcano y cercano, hoy, la emigración pocas veces es elegida libremente. Nadie se va de su tierra porque quiere aún cuando hayan excepciones. Yo conozco de cerca varios casos. Podría afirmar que constituyen la excepción de la regla. La regla es que nadie emigra porque quiere. Yo tengo amigos, que, más que amigos, son mi familia, que, no obstante tener más de cuarenta años en el país, recuerdan con tristeza a su tierra. Los árboles cuando son trasplantados generalmente se secan sino encuentran condiciones propicias a su naturaleza.
El fenómeno de la migración nos toca muy de cerca y nos duele al infinito de nuestro ser. Estoy seguro que no estamos solos en el dolor. En la tristeza que produce la partida, no pocas veces sin retorno, de seres amados. Al escribir estas notas he llorado copiosamente. Mi corazón me ha jugado duro… bueno, son cosas del corazón donde a la razón le cuesta mandar. Que conste que internet no sustituye la riqueza del contacto personal.
El fenómeno de las migraciones del presente impresiona por sus grandes dimensiones. ¿Causas? ¿Un sistema económico agotado? ¿Políticas, raciales, religiosas, económicas, guerras, delincuencia e inseguridad, etc.?
Es un gravísimo asunto que inquieta a hombres, como mi admirado santo papa, Benedicto XVI, y, ayer, a su antecesor, Juan Pablo II. Invito, respetuosamente, a leer el capítulo 62 de la carta encíclica Caritas in veritate y el Mensaje de la Jornada Mundial de la Paz 2001, de dichos Pontífices.
Al emigrante hay que ayudarle, respetarle, como persona humana que es, no tratarle como mercancía ni violarle sus derechos laborales, porque “son muchas las civilizaciones que se han desarrollado y enriquecido por sus aportaciones” (Juan Pablo II).
Los pueblos quieren trabajo decente. Ayer lo afirmaba Juan Pablo II cuando, convocaba, a una coalición mundial a favor del trabajo decente (Jubileo de los Trabajadores 1 de mayo 2000); trabajo decente bien definido por Benedicto XVI y que, en síntesis, es el trabajo que en cualquier sociedad “sea expresión de la dignidad esencial de todo hombre o mujer”.
Al hombre y a la mujer no se le debe marginar ni bloquear en sus aspiraciones a ser libre, a tener trabajo decente, a ejercer sus profesiones y a desarrollar su libre iniciativa empresarial. Trae consecuencias, entre ellas, la emigración.
Hoy ante un fenómeno tan grave, ningún país solo puede afrontar debidamente su solución. Con urgencia se requiere de la cooperación internacional. Con políticas humanas, no con leyes injustas, y si con amor, como el que Dios siempre está dispuesto a darle a sus criaturas.
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Rafael Inciarte Bracho
Escritos en el Tiempo