Decir hay que trabajar, en una sociedad que no se caracterizaba por amar el trabajo como esfuerzo, era, sin duda, un acto de valentía.
El apóstol Pablo tuvo esa valentía. Al hacerlo, con su ejemplo y con su palabra. Digo el ejemplo, porque él, aun cuando tenía el derecho a ser sostenido por la comunidad cristiana (era un “obrero” de la evangelización), prefería ganarse su alimento con el sudor de su frente. Y digo con su palabra: “Recuerden hermanos, nuestros trabajos y fatigas. Mientras les predicábamos el Evangelio de Dios, trabajábamos noche y día para no ser una carga para ninguno” (1 Tes 4, 11).
Esa sociedad era la romana.
Sabido es que la cultura romana se alimentó de la griega y de la oriental.
Para los griegos, y, por supuesto, también para los romanos, el trabajo, como esfuerzo físico, el de la artesanía y el de la siembra del campo, era para los esclavos y para los que no eran de clases ricas y encumbradas. Ellos, amaban el ocio, es decir, el tiempo libre para dedicarlo a las artes, las ciencias y la filosofía.
A ese trabajo recio, duro, los romanos lo llamaban neg-otium, es decir, no ocio, que constituía, según su parecer, lo contrario al tiempo libre.
Pablo va más allá, al afirmar que, el “que no quiera trabajar, que tampoco coma” (2 Tes 3, 10).
Claro que debemos establecer diferencias entre ocio y ociosidad. Ya respecto a ésta, San Benito alertaba diciendo que “la ociosidad es enemiga del alma”. Pablo, sin duda, la condena.
El ocio es una bendición, siempre y cuando sea para participar del descanso sabático, que, en nosotros los cristianos católicos, es el del domingo, que es el Día del Señor, que debemos dedicarlo para asistir a la Santa Eucaristía, para estar en familia, para las relaciones sociales, en fin, para crecer como persona en lo espiritual.
Pablo tiene un gran mérito que es hacer ver al trabajo bajo una nueva luz (2 Tes 3, 10). No podía ser de otra manera porque él, que fue un fariseo culto, estudioso del Antiguo Testamento, sabía que Dios fue un creador omnipotente (Gén 2, 2) y que plasmó al hombre a su imagen y semejanza. El apóstol sabía que Dios descansó al séptimo día desde el inicio de todo lo creado. Y sabía, también, que Jesús había sido un hombre de trabajo junto al banco del artesano.
Pablo quería enseñar que el trabajo era sagrado y para el hombre. Quería enseñar el Evangelio del trabajo diciendo lo que Jesús predicó: Que el trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo. Que había que preocuparse por el alma, ya que, los tesoros de la tierra se consumen, mientras que los del cielo son imperecederos, a los cuales el hombre debe apegar su corazón (Mt 6, 19, 21).
El apóstol es un adelantado. Nos dice a los cristianos que porque sea transitoria la escena de este mundo (1 Co 7,31) no es obstáculo para dejar de cumplir cualquier tarea histórica, muchos menos del trabajo (2 Tes 3, 7 – 15).
El trabajo honrado es un instrumento eficaz contra la pobreza, pero sin idolatrarlo, porque es Dios, no el trabajo, la fuente de la vida y el fin del hombre. Dios da la vida y da la muerte.
El trabajo debe ser visto por gobernantes, políticos, empresarios, trabajadores y por toda la sociedad, como motor de desarrollo económico; pero eso si, el trabajo para el hombre y no el hombre para el trabajo. Debe ser estímulo permanente para el buen gobernante el que hayan muchas, muchísimas fuentes de trabajo, honrado, digno, decoroso, donde el que quiera trabajar y esté en condiciones de hacerlo, lo haga. Que sea para obtener un salario que garantice alimento, educación, vivienda decorosa, salud y vestuario.
Habiendo mucho trabajo, se justifica aquello de que el que no quiera trabajar no coma, como afirmara el apóstol Pablo. Niños, discapacitados, ancianos, entre otros que no reúnan condiciones mentales y físicas, estarían exceptuados de hacerlo, y por justicia, hay que garantizarles su atención, entre ésta, el que coman y coman bien.
El apóstol Pablo tuvo esa valentía. Al hacerlo, con su ejemplo y con su palabra. Digo el ejemplo, porque él, aun cuando tenía el derecho a ser sostenido por la comunidad cristiana (era un “obrero” de la evangelización), prefería ganarse su alimento con el sudor de su frente. Y digo con su palabra: “Recuerden hermanos, nuestros trabajos y fatigas. Mientras les predicábamos el Evangelio de Dios, trabajábamos noche y día para no ser una carga para ninguno” (1 Tes 4, 11).
Esa sociedad era la romana.
Sabido es que la cultura romana se alimentó de la griega y de la oriental.
Para los griegos, y, por supuesto, también para los romanos, el trabajo, como esfuerzo físico, el de la artesanía y el de la siembra del campo, era para los esclavos y para los que no eran de clases ricas y encumbradas. Ellos, amaban el ocio, es decir, el tiempo libre para dedicarlo a las artes, las ciencias y la filosofía.
A ese trabajo recio, duro, los romanos lo llamaban neg-otium, es decir, no ocio, que constituía, según su parecer, lo contrario al tiempo libre.
Pablo va más allá, al afirmar que, el “que no quiera trabajar, que tampoco coma” (2 Tes 3, 10).
Claro que debemos establecer diferencias entre ocio y ociosidad. Ya respecto a ésta, San Benito alertaba diciendo que “la ociosidad es enemiga del alma”. Pablo, sin duda, la condena.
El ocio es una bendición, siempre y cuando sea para participar del descanso sabático, que, en nosotros los cristianos católicos, es el del domingo, que es el Día del Señor, que debemos dedicarlo para asistir a la Santa Eucaristía, para estar en familia, para las relaciones sociales, en fin, para crecer como persona en lo espiritual.
Pablo tiene un gran mérito que es hacer ver al trabajo bajo una nueva luz (2 Tes 3, 10). No podía ser de otra manera porque él, que fue un fariseo culto, estudioso del Antiguo Testamento, sabía que Dios fue un creador omnipotente (Gén 2, 2) y que plasmó al hombre a su imagen y semejanza. El apóstol sabía que Dios descansó al séptimo día desde el inicio de todo lo creado. Y sabía, también, que Jesús había sido un hombre de trabajo junto al banco del artesano.
Pablo quería enseñar que el trabajo era sagrado y para el hombre. Quería enseñar el Evangelio del trabajo diciendo lo que Jesús predicó: Que el trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo. Que había que preocuparse por el alma, ya que, los tesoros de la tierra se consumen, mientras que los del cielo son imperecederos, a los cuales el hombre debe apegar su corazón (Mt 6, 19, 21).
El apóstol es un adelantado. Nos dice a los cristianos que porque sea transitoria la escena de este mundo (1 Co 7,31) no es obstáculo para dejar de cumplir cualquier tarea histórica, muchos menos del trabajo (2 Tes 3, 7 – 15).
El trabajo honrado es un instrumento eficaz contra la pobreza, pero sin idolatrarlo, porque es Dios, no el trabajo, la fuente de la vida y el fin del hombre. Dios da la vida y da la muerte.
El trabajo debe ser visto por gobernantes, políticos, empresarios, trabajadores y por toda la sociedad, como motor de desarrollo económico; pero eso si, el trabajo para el hombre y no el hombre para el trabajo. Debe ser estímulo permanente para el buen gobernante el que hayan muchas, muchísimas fuentes de trabajo, honrado, digno, decoroso, donde el que quiera trabajar y esté en condiciones de hacerlo, lo haga. Que sea para obtener un salario que garantice alimento, educación, vivienda decorosa, salud y vestuario.
Habiendo mucho trabajo, se justifica aquello de que el que no quiera trabajar no coma, como afirmara el apóstol Pablo. Niños, discapacitados, ancianos, entre otros que no reúnan condiciones mentales y físicas, estarían exceptuados de hacerlo, y por justicia, hay que garantizarles su atención, entre ésta, el que coman y coman bien.
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Rafael Inciarte Bracho
Escritos en el Tiempo